Esta obra de Ramón Amaya‑Amador fue escrita, definitivamente en
Praga durante el año 1963. Sin embargo, los materiales básicos de la misma
fueron elaborados por el autor en el corto período que estuvo en Honduras
después de su regreso del exilio, o sea en 1956‑1959. El tema le fue sugerido por las
conversaciones que, a su paso por el Parque Central, rumbo a la redacción de El
Cronista, tenía frecuentemente con los lustra botas que permanecen en dicha
plaza. La obra, por lo tanto, recoge la dolorosa y agitada vida de ese pequeño
mundo que tiene como centro la estatua en bronce del mártir de la unidad de
Centroamérica, y cuyos límites son la catedral metropolitana, dos agencias
bancarias y varios comercios de algún talante. Por supuesto, en el libro
también intervienen otros escenarios, como las calles de Comayagüela, el barrio
Casamata, el Parque Herrera y el Parque La Libertad, pero ello solamente es en
seguimiento de los Protagonistas en sus correrías de excomulgados sociales.
Inicialmente la obra fue escrita con
el nombre de Cipotes, vocablo de indiscutible prosapia criolla, cuyo
significado no es necesario recordar. Tal denominación responde, naturalmente,
al hecho de que el libro describe los aires y venirse de varios lustrabotas,
compinches todos de uno de los personajes centrales de la novela: el pillastre
Folofo Cueto, profesional también del betún y de la tira de franela. Pero Ramón
Amaya‑Amador,
considerando que dicha denominación restringía el ámbito geográfico de la obra,
le cambió ese título y le puso Huellas Descalzas por las Aceras. Con tal
nombre, un tanto descriptivo, envió el libro al Concurso Casa, en La Habana, el
año 1964, sin que los doctos jurados repararan mucho en la historia de unos
niños hondureños convertidos prematuramente en hombres. Por eso la presente
edición se hace con el primer título, pues consideramos que esta obra no está
dirigida a un público extranjero, sino a nuestro pueblo, lo que torna
innecesario sacrificar los hondureñismos.
Esta novela, como todas las de Ramón
Amaya‑Amador,
no es un ensayo estetizante. En la misma no se encontraran esfuerzos por crear
un lenguaje novedoso, al estilo del que emplea el cubano Carpentier o el
peruano Salazar Bondy. Todo lo contrario. El autor trabaja aquí con un
vocabulario coloquial: el que se escucha en los mercados, las calles y los
hogares más humildes de Honduras. Pero Amaya‑Amador hace eso, no porque se proponga
elevar a una jerarquía estética dicho lenguaje, sino simple y sencillamente
porque cuenta los hechos tal como éstos se dieron en la realidad, con el objeto
de que sean conocidos así y no de otra manera. Los hechos, por lo tanto, no son
utilizados como pretextos para comunicar propósitos que son única y
exclusivamente del autor. En esta novela, como en la mayor parte de las que
escribió el célebre hijo de Olanchito, los hechos valen por sí mismos y no son
llamados a desempeñar el modesto papel de sirvientes de la docta creación
literaria.
Tampoco hay en la obra ninguna novedad
en cuanto a forma y estructura, al estilo de Lezama Lima o Cortázar. Amaya‑Amador no era un académico de las
letras. Los ejercicios formales no figuraron jamás en sus preocupaciones de
escritor. Por eso, si bien se mira, sus obras son algo así como rápidos
cronicones sobre los hechos vividos personalmente o los conocidos en el
contacto estrecho con los hombres, las mujeres y los niños de nuestra Patria.
Para él lo importante no era cómo relatar sucesos reales o verosímiles, sino
los sucesos mismos. ¿Con qué propósito? Simple y sencillamente para fijarlos
como vivencias del pueblo al que perteneció y de la época en que le tocó vivir.
Si alguna definición literaria se puede formular acerca de Ramón Amaya‑Amador, ninguna quizá le corresponda
mejor que la de "cronista literario del pueblo hondureño"
Como hemos dicho, Cipotes es la
crónica de la vida azarosa de los lustrabotas del Parque Central, sin más
pretensiones que dejar constancia de una realidad existente en Honduras a lo
largo de un determinado período de su evolución histórica. De esa manera, en un
porvenir no muy lejano, cuando, por el advenimiento de una verdadera revolución
social, hechos como los descritos sólo sean un triste recuerdo, las nuevas
generaciones podrán conocer el pasado doloroso de donde proceden. Se trata,
pues, de algo así como de una fotografía o una pintura sobre el drama de los
niños que lustran zapatos en la Plaza Morazán, trabajo que aún ejercen, pero
que dejarán indudablemente de hacerlo cuando el pueblo hondureño, dirigido por
su clase obrera, imponga un nuevo orden social. Precisamente uno de los
personajes de la obra, afirma indignado: "¡Maldita injusticia, que nos
ahoga por todas partes! ¡No es posible que esto sea eterno! ¡La
quebraremos!"
El libro de Amaya‑Amador nos pinta un hecho brutal,
frecuentemente olvidado en la sociedad donde vivimos: los niños que se dedican
a ese trabajo van a él no porque lo deseen o porque les agrade arrodillarse
frente a quienes llevan zapatos lujosos, mientras ellos andan con los pies
desnudos. En realidad, como dice el autor: "dentro de cada caja de lustrar
zapatos hay una tragedia humana". En efecto, por lo general se trata de
familias que pierden el padre, bien porque muere en un accidente de trabajo, en
una riña callejera o porque simplemente abandona el hogar. A partir de ese
momento, los niños ya no pueden ir a la escuela y deben incorporarse a
cualquier actividad para aportar algunos centavos a la casa. Lustrar zapatos,
por el hecho de que no requiere músculos adultos, se vuelve así el refugio de
estas víctimas del sistema. Esa es precisamente la historia de Folofo y Catica
Cueto, contada sin sombra de circunloquios. Por supuesto, el relato es brutal,
pues ¿quién no sabe a cuántos peligros se expone una pareja de niños huérfanos
en una sociedad donde impera la ley de la selva?
Pero sí al autor le interesa el relato
de este dolor humano por el relato mismo, ello no es óbice para que aquí y allá
engarce mensajes de carácter político y ético. Sin embargo, esto lo hace de
pasada, sin dejarse atrapar por el deseo de convertir su obra en un manual de
concientización política. Para el caso, Amaya‑Amador nos describe las conversaciones
que se escuchan en los autobuses cuando éstos se encaminan hacia los barrios
periféricos de la capital. En uno de tales diálogos, alguien afirma cosas como
éstas: "¡Son papadas! Para mí son iguales los "colorados" y los
"azules". Eso que te ha pasado no es nuevo. Siguen los mismos métodos
de engaño, de explotación, de montarse en los humildes". Esas eran las
opiniones del autor y bien pudo aprovechar este libro para insistir más en sus
puntos de vista políticos. Sin embargo, no lo hizo, lo cual es una clara
demostración de que había alcanzado plena madurez en su oficio de escritor.
Lo importante para Ramón Amaya‑Amador, en este libro, no es, pues, el
mensaje explícito, sino las reflexiones que el relato mismo es capaz de sugerir
en el público. Por eso toda la obra no es otra cosa que la presentación de
múltiples y variadas escenas de la vida en el Parque Central, en las calles de
la ciudad o en la penumbra humosa de los tugurios capitalinos. Hay cuadros
alegres, como cuando los niños se divierten a su manera, olvidándose de que no
han comido ese día. Pero también hay escenas brutales, como el estupro que un
viejo de alma perversa trata de llevar a cabo en la persona de la huérfana
Catica. Y hay, asimismo, escenas verdaderamente sórdidas, como la que describe
la habitación de unos depravados sexuales a la que fue conducido Folofo por un
perillán muy ducho en la vida de los bajos fondos. Todo eso es puesto ante los
ojos del lector para que conozca lo que es la sociedad hondureña bajo el
régimen de la sacrosanta propiedad privada y, conociéndolo, reflexione con
seriedad sobre un destino mejor.
La obra misma sugiere la ruta que
puede seguirse para lograr este cambio necesario e imperioso. En efecto,
mientras los lustrabotas y todos los sub hombres vinculados a ellos, son
descritos en su impotencia histórica, los obreros aparecen como el destacamento
que organiza la gran batalla por la justicia social. A causa de ello, la
alianza de los "Marginados" con los proletarios surge como la vía
magna de la liberación de unos y otros. Así lo confirma todo el relato, pues
cuando Folofo y Catica se encontraban sin más vínculo social que sus amigos de
la Plaza Morazán, eran víctimas de toda clase de atropellos. Pero al ponerse en
contacto con una familia obrera "la familia pinos" no sólo pudieron
hacerles frente a las hostilidades de que eran objeto, sino que también le
encontraron una perspectiva firme a sus vidas. No es casual que la obra termine
con los preparativos de una huelga en la fábrica donde trabaja Roque Pinos y
que los dos niños, antes pertenecientes al submundo de los lustrabotas, ahora
se comprometan a participar en una batalla de clase que se propone
"arrancarle un mendrugo a la canalla".
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